2008/10/22

La banda de Viana (carta de los chicos)

Todavía le quedan estampados, en un gris sucio, los pisotones que recibió sobre el escenario, desdoblo sus puntas y me dispongo a leerla nuevamente. Son innumerables las cartas que me dejan sobre el escenario. Dudo si reproducirla completa en este psicodiario o si debo dejar fluir mis propias impresiones. Creo que deambularé por las dos veredas tratando de fundirme en otra narración, de ser como Whitman los otros, los mismos.
Nelson Ochoa, así está escrito, se llama el pibe. Una infancia pobre y sumergida en los abismos deletéreos de Villa Tesei. El padre: un mecánico de poca monta acólito a los dictado más que religiosos de la secta de Robert Plant y Jimmy Page. “Entrar al taller y sentir el olor a grasa roja mezclado con “Inmigrant Song” era lo más parecido a lo que muchos denominan el mundo”. Si, hago la cuenta, y claro que puede y de hecho lo hay, pibes de veintipico con padres rockeros. Pero en Argentina el progresismo del rock en este caso, no era más que un porrito para el barra brava de Independiente que volvía a su casa a hablar de Bochini, de Ford y con saña pegarle a su mujer.
Después de dispararle un tiro que lo dejó rengo para siempre me fui de mi casa enloquecido sabiendo que mamá ahora sería presa fácil del turro de mi viejo, escribe Nelson con prolija letra imprenta. Recaló primero en Morón y después en Ramos, vendió peines en el Sarmiento y después panchos en la Estación Floresta, siempre con la idea firme de volver a concretar lo que había dejado inconcluso, siempre con la obseción de meter la bala más arriba.
Ahí en Floresta, con el paso de los días y mientras me iba despejando un poco de todos los fantasmas que acorralaban mis noches en circulos de terror forjé una gran amistad con un grupo de chicos que solían caer como a las ocho de la noche a tomar vino. El Pelado Edgar, Platini, Sandro Braga y el viejo Viana. La cosa comenzó a gestarse en el momento que Platini llegaba y me pasaba un cassette. Yo ponía el casette del hombre de la voz finita y estos cuatro locos amarrados a los tragos de vino blanco o tinto indistintamente bebidos con una energía por mí nunca vista como si arrojaran a sus entrañas agua de lluvia radioactiva, deliraban. Sus charlas parecían arrancadas de los cuadros de un comic o de alguna película rara de esas de directores europeos, siempre con el hombre de la voz finita de fondo, que después – trasladando como en una relación de sinestesia el contenido de la voz a un físico concreto y siempre en el territorio de la charra imaginación- pasó a ser el gordo Patricio Rey. (Disculpame por imaginarte gordo, sucio y transpirado, ja, ja, ja), se excusa sin acartonamiento Nelson en la carta.
Poco a poco, mientras el destino iba tejiendo sus redes de interrelación, me fui arrimando cada vez más a la banda del viejo Viana, así la denominé sin saber que así la llamaban en todo el ámbito de Floresta. El aspecto de Viana era el de un auténtico lumpen, alguien marginado por completo de la sociedad, amigo íntimo de la desidia y la intemperie. A no ser por cierto brillo en los ojos que denotaban un antiguo fulgor aristocrático hubiese creído que no tuvo más hogar en este mundo que la Estación de Floresta. Después supe que provenía del seno de una familia rica y poderosa. El padre había sido embajador en Túnez y su madre una reconocida novelista mexicana de los años sesenta. A los veinte años dilapidó buena parte del patrimonio familiar jugando a las carreras de caballos. Con esa pinta de lumpen, el tipo era catedrático de Antropología en la UBA y en Sao Pablo. Allí, salida de su garganta aguardentosa, escuché por primera vez la palabra Levi Strauss y supe que no solo era un jean y allí escuché, -no debo negarlo que con algo de estremecimiento- también de de la boca del mismo Viana, mientras Sandro Braga asentía con seriedad, incluso con devoción, que cogerse a la madre o a la hermana no es nada del otro mundo, que el incesto es y fue una práctica habitual en cientos de culturas y etnias en todo el mundo a través de la historia. Como si yo fuera su alumno y bajando cada vez más la voz, Viana me explicaba que el llamado incesto es solo una cuestión burguesa y más que nada otro ardid del capitalismo para seguir aumentando sus fuentes de ingreso. De fondo a estas palabras reveladoras sonaba ahora sí, -por fin se había revelado el enigmático cantor de la voz finita- el Indio Solari, cantando “El infierno está encantador esta noche”. Desde ese instante, ya no fui el mismo, mi piel no fue la misma, el estremecimiento me inyectó de fina subversión, las carcajadas irónicas y descabelladas del viejo Viana fueron para mi andar casi de huérfano mi único hogar. Comenzé a participar de un grupo de lectura -así llamaban a las magníficas reuniones que realizabamos a un costado de la vía bajo las ramas azuladas de un sauce que Viana había bautizado como Barbazul- “El pensamiento salvaje” y “Tristes trópicos” fueron los primeros textos que analizamos bajo la lupa desquiciada y a la vez con algo de verdadera propedéutica para todo tipo de pensamiento por parte de el Viejo. El Pelado Edgar y Platini también estudiaban Antropología en la UBA pero solo iban a las clases oficiales cuando tenían ganas y la resaca los dejaba con alguna neurona fresca con la que pensar. Está de más decir que todo su bagaje cognitivo provenía de las reuniones de anárquica modalidad bajo la sombra del sauce. Sandrito “Termidor” Braga era poeta, un excelente poeta entendí más tarde, un poeta capaz de hacer sonar las palabras como el ritmo maquinalmente proteico que se desprende de las ruedas del tren y hacer que sus largos poemas en prosa tengan todo el aspecto de misiles dirigidos al páncreas de la ciudad. Sus libros “Villa Talasa” y “Desde dentro de la bomba” dan cuenta de ello. Decía habitualmente, sopesándose su miembro con los dedos en forma de pala, que todos los universitarios le chupaban bien la guasca. Esa banda de locos entrañables y de amigos conspirativos fue el punto de partida para mi comienzo con la lectura, una introducción salvaje y febril a un mundo desconocido y de riqueza infinita. En algún momento sentí que estaba asomándome por un tapial para espiar el farfullar ensoñadoramente críptico y excelso de los mandarines. Confieso que en mi puta vida había agarrado un libro, ni siquiera habían causado en mí el más mínimo interés esa acumulación de papel que siempre creí destinada a hombres de anteojos o mujeres, y ahora Sandro Braga que me prestaba a Holderlin y Rimbaud, Platini a Miller y Artaud. Me colgaba- con el libro semioculto bajo el mostrador de chapa- con la lectura de “Heliogábalo, el anarquista coronado” mientras los desesperados atletas del laburo clamaban con urgencia por un pancho , un chori o más chimichurri para el paty.
Si dejaban de venir un día al puesto, los extrañaba. El cassette rojo del hombre de la voz finita quedó para siempre colocado en el grabador. Como el dueño del puesto no le daba importancia a la música ni a la radio, desde que llegaba al puesto de la Estación Floresta sonaba incansable y esfervecentemente estrepitoso Gulp!. Llegar a las siete de la mañana con la mufa de todo laburante mal pago y escuchar la caricia sagrada de “Barbazul versus el amor letal” me eximia de buena parte del dolor. De Barbazul al pianito final después de Criminal Mambo, en ese lapso de tiempo pensaba que nada malo podía sucederme. Me sentía abducido por la inclemencia musical de Los Redonditos. Ya era parte.
Una tarde lluviosa, cuando me lamentaba porque debido a la hora y al estado calamitoso del tiempo, -aunque en realidad este nunca había sido impedimento para que los chicos se allegaran a la estación- la banda del Viejo Viana ya no vendría esta tarde a compartir sus locas conversaciones conmigo, apareció Braga. Lo divisé caminando por el andén recién a pocos metros antes de llegar al puesto, venía con la flaca Simón, una bella flor gitana de Haedo lectora empedernida de Bukowsky, que desde hacia unos meses era su novia. Venian con el paso flojo de quien duda de tener ganas de encontrar el piso y cubiertos tras un ridículo, aunque conmovedor, capote azul que compartían entre los dos para protegerse de la lluvia que cada vez más pesada nos ametrallaba desde el cielo. En Braga, intuí los ojos duros, frios y a punto de resquebrajarse con el más mínimo soplido que adquieren las personas que han sido anoticiadas de la muerte de un ser querido. No solicite permiso para ir. Largué el puesto de panchos, dando un salto sobre el mostrador y nos fuimos los tres al velatorio del viejo Viana. El viejo se había ido de este mundo en un pico de 30. Cuando llegamos me encontré con Platini contando a los más íntimos que la merca que el viejo había traido de Lugano era muy fuerte, que él, cuando le estaba atando la goma al brazo se arrepintió, le parecía que era demasiado para la agitación que llevaba el viejo, pero Viana insistió (Dejate de joder, negro cagón y apretá la vena), dice que le dijo entre el sonido de una poderosa carcajada, y ya era tarde para volver atrás. El viejo Viana se fue de viaje a los confines del tártaro, rígido como una estaca, haciendo gorgoritos de saliva en la garganta mientras intentaba rebobinar el cassette que lo remitiría, según la cuenta que llevaba Platini, por quinta vez a “Roto y mal parado”. Ese tema sonó durante todo lo que duró el velorio.
Eramos ocho personas , un perro y seis porrones de Bols al lado del cajón donde yacía el viejo antropólogo recitando, - primero la flaca Simón y después Braga- casi completo “El ombligo de los limbos” y leyendo algunos párrafos de Celine, desde las páginas de un ejemplar más que castigado de “Viaje al fin de la noche” subrayado con el pulso del mismo Viana.
Esa noche me emborraché sin asco con un tubo completo de ginebra, directamente y sin otra excusa que matar el dolor que me había provocado la muerte inesperada de esa persona que en poco tiempo había llegado a estimar como a un extraño padre. Me seguí juntando con los chicos en el puesto de Floresta y desde que dejé de trabajar allí, nos vemos todos los fines de semana para hacer alguna. De ahora en más y para siempre seguiremos siendo la banda del Viejo Viana .
Tarde unos meses más, después de la muerte del viejo, en debutar en el ámbito sagrado de un recital de los Redonditos. Los chicos me llevaron a la Esquina del Sol. Un tiro mal esnifado, en la esquina, antes de entrar me puso tenso en el debut. Estaba muy ansioso y fumaba sin parar cuando saliste, como por arte de magia desde un costado del pequeño escenario posaste un vaso de wisquy sobre uno de los retornos y te amarraste al pie del micrófono para empezar a cantar abracé fuerte a Marisa y divisé por primera vez la corbata floja sobre la camisa blanca, los ojos secos pero de fuego bravío del Indio Solari eran los mismos ojos cargados de visiones del apocalipsis tecnológico que tenía viejo Viana, nos subimos arriba de una mesa a bailar al compás de Nene Nena y Ñanfifrufi y una masa de calor apasionada – producto del aliento desmesurado de los concurrentes- nos envolvió por completo.
Me pregunté si era posible esa mezcla de ascetismo psicobloche que por momentos convocaba la banda con el desmadre infinito del fervor dionisiaco. Era posible en algún punto juntar a toda esa manga de atorrantes que oficiamos de público. Pseudointelectuales drogones en el aire fresco de la democracia volando esta vez y para siempre sin más rumbo que el de las fiesta increíbles de Patricio Rey.
Acá el relato del pibe se pierde, se ve que se ha derramado cerveza sobre la hojas escritas con birome. La última carilla es casi ilegible. Cierta consideración que podría llamar maldita, porque en realidad no encuentro otra denominación más acorde a lo que la gente ve en el halo que transmite la banda, por momentos me aterra. No me gustaría ser la cabeza visible de un movimiento, digo contracultural abusando de un etiquetamiento que nadie sabe muy bien que quiere expresar pero que en estos momento me sirve para hacer pie en mis cavilaciones, movimiento contracultural de zombies suicidas, no por favor; aunque pensandolo bien en todos estos años no he hecho otra cosa que fomentar a mi alrededor y en torno a los Redonditos una suerte de cofradía de tunantes y pirados de las más variadas especies. Es, para mí, cada vez más inquietante el destino de deriva que parece poseer nuestro público. Cuando más compactos son los grupos que nos vienen a ver, más claro lo veo.
Seguramente no te acordarás pero soy uno de esos chicos que en Stud free pub estuvimos charlando un largo rato con vos y con Skay mientras compartiamos unos tragos. Tu voz y la de Skay quedaron prendadas para siempre en mis oidos, los consideros como al viejo Viana mis grandes referentes en este delirio de dolores que llaman vida. Y es lo último que puedo leer.

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