2009/05/02

Indio en New York. MoMa & Time Square

Es difícil entrar al MoMa y no recordar a ciertas personas. Gente con la que he compartido miles de madrugadas siguiéndole el trazo a óleos legendarios. Por ejemplo, cuando ya instalado en el tercer nivel y contemplando los ocho “Estudios para retratos” de Francis Bacon, un viejo y reiterado diálogo con el Mono Cohen surgió en mi memoria. La voz de Rocambole era más que omnipresente. Su vieja voz, su gastada inflexión verbal de profesor aglutinado en las circunvoluciones de su propio genio, repetía aquellas palabras sobre Bacon como un OFF imprescindible a mi mirada. Tome distancia de los cuadros no tanto para lograr el punto justo de apreciación sino para poder sintonizar las cenizas vivas de aquella antigua charla en el Británico, ¿en el Británico o en casa de Skay?. Por las dudas antes de que una hemorragia de la memoria me desgaste por completo en el Museum of Modern Art nos sentamos a tomar un café y también aire para recuperar fuerzas en la próxima parada: Estación Pollock. El café no fue una buena fuente de abstracción, no de la que yo necesitaba. Quería desconectarme un poco de toda la adrenalina pictórica que me insuflaba el Museo, dejar que las neuronas se desinflamen un poco y bajar la excitación activa que se desprendía de todo mi cuerpo. Pretendía instalarme en una suerte de vacío oriental para poder volver a cargarme de todas sus texturas y de todos sus colores. No lo logré. El solo nombre de Jason Pollock me llenó de vértigos incluso de ciertas maquinaciones que no pude detener. Me quedé pensando en ciertos rostros que vi mientras viajaba en el subway antes de llegar hasta acá. Rostros realmente sugerentes. Negros, anglos y latinos que parecían escapados de las novelas de Don Delillo, de Philip Roth y hasta del propia Mailer. Hombres de traje que regresaban de Wall Street, niños negros sumidos en el opio de sus videos manuales, viejas que volvían con petunias de invernadero para sus terrazas y entre ellos como buscando sumergirse en ese camouflage humano el inocultable rostro de los psicópatas. Pensé que en Buenos Aires no era tan fácil conseguirlos, se necesita recorrer varias cuadras para toparse con una caripela así. Si bien en la Argentina podes descifrar el fracaso, el hastío o la mala vida a menudo en la expresión de sus ciudadanos no se encuentran como aquí, en Manhathan, estos rostros con expresiones tan desconcertantes, ese revés del entramado psíquico expuesto de forma tan ostensible en cada una de las facciones de los rostros. En unos pocos minutos pude saber o mejor dicho llegar a saber que el señor que viajaba a mi lado leyendo el Times era el famoso descuartizador de Midtown, o que el gordito pelirrojo que se acercaba por el pasillo sugiriendo inocencia y algo de invalidez no era otro de Benny Casino el corruptor de mascotas del Central Park o que el negro con la campera de Aerosmith no era otro que el puntero de heroína más requerido de toda Chinatown, estos son solo un puñado de los personajes que fui deduciendo.
Las vitriólicas chorreadas de Pollock me llegan un punto errante del alma, esos trazos que solo un idiota pude confundir con un juego de niños y no darse cuenta de que solo traducen sufrimiento y horror. Visto de cerca esto se hace mucho más que evidente. Otra vez la galería de los amigos vuele a abrirse como un abanico dentro de mi mente. Hubo un Pollock en La Plata. El Loco Aponte. Tomaba látex mezclado con ginebra y lo vomitaba contra una sábana blanca extendida en el piso. Decía que el verde musgo de la bilis era un color inventado por él. No murió intoxicado por la ingesta desmedida de pintura como muchos quisieron suponer. Murió de tristeza y soledad en un cuartito mugriento de Open Door. Virginia me rescata de un pesado trance de aguas oscuras, como siempre es ella la heroína. Me sugiere que bajemos al segundo nivel del MoMa para volver a contemplar “Los nenúfares” de Monet. Pagó el café y bajamos. Unos espléndidos sillones rojos, la luz natural que se descuelga con bella precisión sobre el ambiente hace que este lugar del MOMA parezca un artificio perfecto del confort. Recojo unos folletos y me desplomo sobre los sillones. Mientras Virginia se vuelve a extasiar ante “Los nenúfares” me detengo en el programa de conciertos de música de cámara y de jazz que se brindan en el Garden Café. Luego paso a los folletos que invitan a una retrospectiva de Hooper. Me detengo en el diseño del pequeño afiche. Una verdadera joya del diseño gráfico, todo negro con letras plata. Me gustaría hacer algo así con el envase de alguno de los discos. Cool y hard a la vez. Un pequeño tesoro para los chicos. Hay que importar ese tipo de sutilezas para mis queridas huestes ricoteras.

Vuelvo de Broadway conmocionado como un chico que viene de visitar la más fabulosa de las jugueterías. Pido que me suban algo de beber (Negroni con poco hielo) y busco algún enchufe en la habitación. Me dispongo a probar las maquinolas que compré en las casas de Time Square, el paraíso de los músicos como le llaman con acierto. Desde una de las salidas del Central Park la que da a la 7ma. Avenida se puede ir bajando y recorriendo las mejores casas de música. La primera parada fue en Biase & Fantoni Rare Violins, un lugar verdaderamente fascinante dedicado con exclusividad a los instrumentos de cuerda. Llegué ahí por recomendación de Skay. En realidad le fui a hacer un mandadito, comprarle unas cuerdas especiales y un pedal que me encargo la última vez que lo vi en Buenos Aires. Hasta el último momento de salir de Biase& Fantoni mantuve la esperanza de tener la misma suerte que tuvo Skay hace unos años cuando estuvo aquí. Toparme en el negocio con Mellemcamp. Con el gran Ray Cougar. Pero no, solo pude ver sus fotos y una guitarra suya colgada de una de las paredes. Junto a esta también pude ver una memorabilia casi infinita y contenedora de los mejores exponentes de la cultura rock de freak de la viola que han pasado por el lugar. Después continué con Manny’s Music. La última vez que estuve en este lugar compré unos micrófonos inalámbricos muy buenos. Volví buscando a un muchacho que hablaba muy bien el español, era yanqui pero no se porqué había vivido mucho tiempo en Nicaragua. El tipo además de comunicarse como lo haría con cualquier porteño sabía mucho de todo el arsenal de sonido que debe tener a su lado alguien que se precie como cantante de rock. Me asombré de no verlo esta vez comandando el pequeño ejército de vendedores. Le pregunté a una negrita que me vino a atender enfundada en un ridículo mameluco rojo por Robert. Me dijo que se había ido a vivir al Tíbet. La sonrisa incandescente de sus dientes blancos fue la despedida del lugar. Llegó el turno de Peekamoose Guitar and Amps a mitad de cuadra del mítico edificio de la Virgin Record. Los tíos son expertos en equipos de amplificación, dan cursos de arquitectura del sonido y demás cosas concernientes a lo que ellos llaman sound music concept. Recién ahora estoy entendiendo algo de eso. Solo me dediqué a observar sus maravillosas consolas y bafles capaces de soportar y reproducir con fabulosa fidelidad el aullido de una tribu de un millón de watts. Hubo una larga historia desde que me sentaba machacar el balde con un palito y lo grababa de un grabador a otro para armarme unas basecitas allá en Valeria hasta esto paseos neoyorkinos de hoy, pensé mientras salía de Peekamoose. Por suerte he sido un hombre con el cuerpo y la cabeza necesaria para soportar todo el vértigo de los ascensos. Una fiera adaptada a los paraísos artificiales de la ciencia prohedónica.

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