2009/05/02

Medalla de honor

38 gramos de minerales en aleación- decía Rocambole mientras sopesaba en su mano derecha el flamante doblón de oro que los muchachos de la fundición acababan de sacar para mostrarnos, de una caja de madera.
Nos miraban como a tres lunáticos, Skay, el Mono Cohen y yo. Tres corsarios extraviados en la noche de los tiempos que observábamos las medallas como piezas de un verdadero y viejo tesoro recién extraído del fondo del mar.
Saludamos con cordialidad a los operarios de la fundición y mandé a buscar un par de botellas de vino para brindar.
Uno de los operarios de la fundición me explicaba de qué manera el 1 a 1 había reducido casi totalmente la exportación de piezas para maquinarias a Francia y Holanda. El pobre tipo seguro me creería con algún poder, al ser alguien famoso. Cuidaba su discurso y defendía a muerte la industria nacional y su pequeño tallercito de matricería. Lo hacía con dignidad aunque su tono no dejaba de ser lastimero. Sentí como poco a poco lo que llamo úlceras del alma comenzaban sus proceso corrosivo. Por años he intentado ser un poco menos sensible a los padeceres ajenos, tratar de que estos no trastornen mi humor, pero es imposible.
Skay descorchaba blancos y tintos con la hoja de un cuchillo, mientras yo trataba de reparar el ánimo de los muchachos firmando un cheque por el valor total de las medallas.
Rocambole les decía que seguramente el disco se iba a vender muy bien y que íbamos a necesitar más medallas muy pronto.
Uno de los líderes de la fundición mientras corroboraba y seguía atento el buen funcionamiento de los hornos nos decía que en el caso de ser así les avisemos con anterioridad para ir procurando la cantidad de cinc y de cobre necesarios para el trabajo.
Entre vino y vino la charla fue derivando en historias personales, algunas muy interesantes como la de uno de los operarios más viejos que contaba de que forma, él y la fracción de metalúrgicos a la que habían adherido confrontaron a sangre y fuego con la gente de Vandor y Lorenzo Miguel. Me interesa la épica sindical.
Hacía rato que no me encontraba cara a cara con los que se dice laburantes, me sentí conmovido.
Salvo dos o tres de los más jóvenes, creo que nadie de los restantes operarios tenía las más pálida idea de quienes éramos. Así que verlos tan consustanciados en semejante epopeya material me emocionaba. Los veía limar las medallas tratando de que no le queden ninguna imperfección, ninguna rebarba que le quite méritos a tan lograda pieza. Veía a los que estaban encargados de la numeración llevar la cuenta, anotar la continuidad de la serie en un sucio cuaderno espiralado para no equivocarse, los veía depositar los cajones cargados como si se trataran de verdaderos tesoros.
Rocambole comenzó a jugar con las medallas, colocó una en una soguita y la probaba como un arma boleandola en el aire.
Si te agarra la cabeza, te la vuela dijo uno de los operarios.
Me parece que voy a tener que cantar con casco dije y todos se rieron.
La calidez del ambiente de trabajo, un ámbito donde se entremezclaba lo artesanal y lo rígidamente industrial en dosis iguales nos tenía como imantados al lugar. En realidad lo lógico hubiese sido retirar el producto como clientes comunes pagar he irnos. Pero ahí andábamos en pleno chichoneo de cordialidad con una especie en extinción, la clase obrera.
Skay notó que el vino se estaba acabando y se empezó a calzar su sobretodo de cuero. Nos llevamos unas medallas en los bolsillos y dejamos dicho que mañana pasaría un flete a retirar las cajas.
De vuelta, en el auto, mientras recordaba el rictus sufrido de los tipos de la fundición, sobre todo los que tendrían mi edad, agradecí al taimado gurú de los destinos por otorgarme la locura necesaria para sobresalir en la sociedad con el mero producto de mis obsesiones.

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